martes, 5 de marzo de 2019
CAPITULO 130
Dieciocho minutos después de entrar en el hospital, Pedro Alfonso sostiene a su primogénito.
Nunca he estado tan orgullosa de ser su primera dama.
Él acaricia mi mejilla, el orgullo brilla en sus ojos.
—Gracias.
—De nada —digo, sonriendo débilmente.
—Se parece a usted, Señor Presidente —escucho.
Me guiña el ojo, sus brazos para su hijo, sus ojos para mí, permaneciendo en los míos durante mucho tiempo, mientras los míos se quedan mirando los suyos. Luego mira hacia abajo a nuestro hijo, sus ojos yendo de arriba a abajo, brillando de felicidad después de que sé que la noche a la que se enfrentó fue probablemente la noche más oscura de todas.
—Él es perfecto, nena —dice, y luego presiona un beso en mi frente.
Deja sus labios allí por mucho tiempo, deliciosos segundos, como si quisiera marcar ese beso en mí. Siento su amor por mí hasta la médula de mis huesos.
Cuando se aleja me sonríe, sus ojos torturados me muestran el dolor que ha presenciado, la oscuridad que siempre se mantendrá. Acelera mi latido, una necesidad de reconfortarlo me golpea con tal fuerza, que es abrumadora.
Extiendo la mano para sostener la parte posterior de su cabeza, tratando de acunarle a pesar de que estoy en la cama, débil, y él está de pie, es el que contiene todo, como siempre.
Una vez en mi habitación privada, con mis padres, la madre de Pedro, su abuelo, y Pedro, observo en la televisión su discurso a la nación desde su escritorio en el Despacho Oval, que salió al aire mientras yo estaba dando a luz.
Está usando un sombrío lazo negro y un traje negro, y mira directamente a la cámara mientras habla.
—A las dos mil doscientas horas, estuvimos en combate aéreo en la región hostil de Islar. La misión fue un éxito. Tenemos la confirmación de que los cinco terroristas responsables del ataque han muerto.
Silencio.
—Estos son tiempos tristes para nosotros como país, cada vez que uno de nosotros muere para asegurarse de que aquí, podamos seguir viviendo nuestras vidas al máximo.
Tenemos que cumplir los mismos sacrificios, asegurarnos de que seguimos prosperando
como lo hemos hecho hasta ahora, no sólo económicamente, sino como seres humanos.
Ahora más que nunca tenemos que estar juntos. Tenemos que luchar las batallas que importan.
Por la libertad, por la seguridad, por nuestros seres queridos. Somos un caleidoscopio, todos diferentes, pero lo que nos une es nuestro amor por este país.
Nuestro orgullo de ser americanos. Nacimos americanos. Moriremos americanos. Hubo dos bajas estadounidenses. Los medios de comunicación lo llamaron una victoria, pero Paula y yo lo sabemos mejor. Nadie gana en una guerra. Pero proteges a los tuyos. No tenemos un solo hijo; los ciudadanos de los Estados Unidos son nuestra familia.
CAPITULO 129
Siento otra contracción golpearme y el dolor rebota a través de mi cuerpo, quemando a través de incluso mis músculos más profundos.
Gimo y empuño el borde de la mesa más cercana a mí.
Siento que el bebé se mueve dentro de mí y me detengo en el lugar, presionando mis piernas juntas en contra de sus movimientos.
Mierda, este bebé se lo toma en serio.
Entramos en el National Naval Medical Center.
Le pedí a mi equipo que me trajese, y dejamos un mensaje para Pedro. Ahora estoy siendo apresurada por mis guardias de seguridad, y la gente jadea cuando me ven entrar al hospital sola.
Sin Pedro. Sin el presidente.
—¡Señora Alfonso! Dios mío —exclama una enfermera que me ve contonearme, agarrando mi enorme estómago; el malestar y el miedo escrito por toda mi cara.
El miedo se multiplica, ya que tengo que dar a luz a este bebé mientras mi marido trata de resolver una crisis de seguridad nacional.
Me estremezco y trato de empujar esos pensamientos cuando viene otra contracción. Gimo y siento un charco de agua a mis pies.
—¡Consigamos una silla de rueda para la primera dama! ¡AHORA!
—¡Avisa al Dr. Conwell!
Siento que mi cuerpo es guiado a una silla de ruedas y antes de darme cuenta, estoy en una cama del hospital.
Siento agujas pinchando mi piel, veo monitores dispuestos a mi alrededor y a los médicos corriendo. Parece que todos quieren ayudar a recibir al bebé del presidente.
Mis piernas están apuntaladas y un paño las cubre, por modestia. Pero, honestamente, en este momento, no me podía importar menos la modestia; quiero a este bebé fuera y en mis brazos.
Oigo algunos murmullos y la profunda voz tranquilizadora de un médico se dirige a mí—: Sra. Alfonso, parece que el bebé se ha desplazado en su vientre y vamos a tener que realizar una cesárea.
—¡¿Está el bebé bien?!
—Sí, señora. No se preocupe, tenemos todo bajo control. Voy a hacer todo lo posible para entregar este bebé tan rápido y seguro como sea posible.
Siento que mi corazón se hunde en mi pecho, lastrado por un miedo incontrolable.
Trago de vuelta el grito que brota en mi pecho y aprieto mis ojos. Pon tus cosas en orden, Mami, me digo. Lo tienes.
—Está bien, Paula, aquí vamos. No deberías sentir nada, tal vez una ligera presión… —Oigo las palabras del médico en la distancia, pero estoy en otro lugar.
Si Pedro no puede estar aquí conmigo, voy a ir con él.
Con los ojos todavía cerrados, pienso en Pedro... en sus manos alrededor de mi cintura mientras me abraza por detrás, encontrándose con mis ojos en el espejo mientras me visto.
Su profunda voz cantándole suavemente a mi vientre temprano en la mañana.
Su boca colocando suaves besos en mi frente cuando dice buenas noches.
Cómo se sienten sus dedos contra mi piel cuando frota mi espalda.
Cómo cuando está medio dormido, me tira más cerca de él, inconscientemente usando su cuerpo para protegerme contra cualquier cosa.
Cómo acaricia su cabeza en mi cuello después de hacer el amor, su suave cabello haciendo cosquillas suavemente en mi mejilla mientras hunde su nariz e inhala mi olor antes de soltar un sonido de pura satisfacción masculina antes de dormirse.
Siento lágrimas de nuevo, y lo extraño más que nunca. Quiero más que nada tenerlo aquí, con sus ojos mirando a los míos, sosteniendo mi mano, diciéndome que todo estará bien, diciéndome que lo estoy haciendo muy bien.
Escucho los monitores pitar. Me vuelvo hacia un lado y veo que Stacey está a mi lado, sosteniendo mi mano.
Le pedí que viniera antes de que comenzara la cesárea, porque ella es la mejor amiga que tengo en la Casa Blanca. La considero como de la familia.
Me mira con sus dulces y fuertes ojos azules, asintiendo suavemente hacía mí, apretando mi mano para darme confort y ánimo. Sonrío hacia ella, sintiendo tanto amor y gratitud que las palabras se quedan atascadas en mi garganta y no puedo hacer otra cosa más que decirle con mis ojos lo agradecida que estoy por todo lo que hace por mí.
Giro para mirar el techo.
Me concentro en mi respiración. Inhalar… y exhalar…
En unos pocos minutos por fin voy a ser capaz de ver y abrazar a mi pequeño bebé... el que yo he ayudado y visto crecer dentro de mí. . . el que baila en mi vientre cuando oye mi voz o la de Pedro… el que patea cuando está (o estoy) con hambre…
Y entonces escucho un sonido. El llanto de un bebé.
Me pongo a llorar, las lágrimas saliendo de mis ojos con voluntad propia.
—Felicidades, señora Alfonso.
Escucho aplausos en erupción alrededor de la habitación, mientras veo un pequeño bulto de mantas blancas acercándose a mí.
Extiendo mis brazos instintivamente, sin desear nada más que sostenerlo. La enfermera lo coloca suavemente en mis brazos y me encuentro con el más bello e inocente rostro, una gordita cara rosa que jamás he visto.
Largas y puntiagudas pestañas, uno ojos grises brillantes miran hacia mí y nunca me he sentido más feliz, más completa, más bendecida de lo que soy ahora.
Me siento tan llena de amor que siento que mi corazón se agrieta en pedazos en mi pecho.
Me veo en él. Veo a Pedro en él. Veo los comienzos de una familia. Muy pronto las enfermeras tienen que llevárselo a comprobar sus signos vitales y asegurarse de que todo está bien.
Me duele por él, y más que nada me duele por Pedro.
Cierro los ojos por un segundo y me siento a la deriva en el sueño, agotada por todo lo que ha ocurrido en las últimas veinticuatro horas.
Lucho por abrir mis ojos, pero se mantienen aleteando cerrados.
A lo lejos, en la distancia, escucho una voz que no podía confundir con la de cualquier otra persona. Profunda, ordenando, abrumadoramente masculina, exigiendo—
: ¿Dónde está?
Oigo pies arrastrándose y sonidos de zapatos negros brillantes pertenecientes a diez agentes del Servicio Secreto que recorren el suelo de mármol del hospital.
—¡Tengo que verla ahora!
—Señor Presidente... —escucho que una voz responde.
Oigo la puerta abrirse y cerrarse y siento su presencia llenando la habitación.
Susurro su nombre.
—Señor Presidente, felicitaciones...
Al instante siento sus manos que se extienden hacía mí, ahuecando mi cara, envolviéndola en calor.
Su pulgar atrapa una lágrima que cae del borde de las pestañas cuando sollozo— : Pedro…
Abro mis ojos y lo veo mirándome, con los ojos brillantes y profundos, tiernos y suaves.
—Estoy aquí, bebé.
CAPITULO 128
Un piso debajo del Despacho Oval está la Sala de Situación.
Tripulada las veinticuatro horas del día los siete días de la semana, este es el lugar donde determinas y haces frente a las cosas importantes. El cerebro de la Casa Blanca.
Es desde donde he hablado a través del sistema de videoconferencia con otros jefes de Estado. Y he ordenado operaciones encubiertas, entre otras actividades altamente clasificadas.
Entro con Diego Coin y Arturo Villegas, mi principal asesor de seguridad.
Antes de la inauguración, el director de la CIA me informó de todas las operaciones encubiertas en las que los Estados Unidos se encontraba involucrado en contra de enemigos extranjeros. Todas ellas habían sido personalmente autorizadas por mi predecesor, Jacobs, y cesarían si decía la palabra. Si me quedaba en silencio, las operaciones continuarían.
Una cosa es ser candidato; otra, el presidente.
Algunas de esas operaciones eran muy peligrosas, con muy pocos beneficios para los Estados Unidos. Pero tenemos aliados, también, era algo a considerar.
Aun así, cuando diriges el ejército más poderoso del mundo, no puedes tratarlo como un juego.
Cada movimiento de nuestros operativos necesita ser planificado, proyectado, luego, registrado y analizado. Y no importa qué información tengamos, siempre hay demasiadas variables de un resultado. No importa cuán bien informado está el nuevo presidente, nada te prepara para enviar a tus hombres y mujeres a la guerra.
Las prioridades cambian. Ganar más acceso a los servicios de inteligencia hace que tus puntos de vista cambien dramáticamente.
Sólo espero haber dado las ordenes correctas.
Estoy malditamente seguro de que estoy tomando la decisión correcta.
Los generales ya están sentados. Tomo mi asiento, inclinándome, y dejo que en la pared ante mí aparezcan las imágenes. Oriente Medio ha sido un tema candente desde mucho antes de mi instalación. Dictadores, rebeldes armados, el jodido ISIS.
—En posición —dice el general Quincy.
Todos me miran. El silencio es ensordecedor.
Un segundo, dos segundos.
—Abran fuego.
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