miércoles, 23 de enero de 2019

CAPITULO 20




Ese era yo siendo bastante imprudente y tonto.


He estado pensando en cabello rojo, ojos azules, labios suaves, y cuánto quería sumergir mi lengua y saborearla. Quería abrir su boca y besarla, lento y saboreando, luego rápido y salvaje. En este punto, sólo los dos pueden saciarme.


Pensé que seguir ese impulso después del hospital sería suficiente para calmar el fuego que me quemaba...


No lo es.


Ha estado en mi cabeza durante las últimas dieciocho horas.


Me estoy quedando sin dormir. Necesito un buen entrenamiento o mi enfoque se dispersa, pero mi horario no podía permitirlo hoy. Mi abuelo voló desde Virginia después del resonante éxito de nuestros dos primeros meses de campaña, y mi madre, quien optó por ignorar silenciosamente el hecho de que estoy postulando, no tenía otra opción más que darnos la bienvenida al desayuno esta mañana.


Soy consciente de los primeros problemas de la campaña. Entre ellos, mi abuelo.


Mi abuelo fue el incansable motor político que condujo a mi padre al ejército, al Senado, y más tarde, a la Casa Blanca. Tiró cuerdas de izquierda a derecha y puso a mi papá sobre el caballo blanco de George Washington, pero fue mi papá quien montó al caballo como si fuera su dueño. El que había ganado la reelección por el mayor margen de la historia, manteniendo cerca del 70 por ciento del país feliz cuando se les encuestó sobre su primer mandato. Mi abuelo lo puso allí, pero mi padre se mantuvo.


No quiero que el motor político de mi abuelo me respalde ahora, sería necesario sacrificar méritos por favores durante la designación de mi gabinete. Esa es una manera segura de evitar que el país crezca y resplandezca más que nunca, y eso es lo que nos ha estado impidiendo ser la fuerza más poderosa del mundo.


Los hábitos se tienen que dejar de lado, nuevas ideas propuestas, sangre nueva traída para refrescar la perspectiva anticuada de cómo dirigir América.


El mundo está cambiando, y necesitamos estar en la vanguardia de ese cambio.


Mi abuelo no ha hecho ningún secreto que me quiere en la vanguardia... pero de uno de los partidos. A quienes les gusta mantener el status quo.


Soy el último en llegar a la casa de piedra rojiza de mi madre.


Mi madre se sienta en una silla alta, regia en perlas y en una falda y una chaqueta blancas de diseñador. Es una moderna Jackie Kennedy, dulce y tranquila, moralmente tan fuerte como el titanio. Hay fuertes semejanzas entre nuestras familias, los Kennedys y Alfonsos. Hasta el punto en que los medios de comunicación han especulado, después del asesinato de Padre, sobre si los Alfonso también tienen una maldición sobre sus cabezas que no les permite llevar a cabo sus brillantes destinos.


Madre se sienta tan lejos de mi abuelo como sea posible, su pelo sigue siendo de la misma sombra casi negro como el mío, su aplomo notable.


Grande, brusco, y sin sentido, la relación de Patricio Alfonso con mi padre era muy cercana. Hasta que mi padre se fue, mi abuelo se entrometió e insistió en que entrara en la política. Lo último que mi madre quería era verme hacer eso.


—Consigue una vida, Pedro. Ve y estudia lo que quieras, sé lo que quieras.


Excepto un político. No lo dijo, pero no tuvo que hacerlo. En su mente, ella no sería una viuda, sino una esposa feliz si mi padre no hubiera sido Presidente. En su mente, habría vivido una vida feliz. En cambio, llevó una vida de deber, y lo hizo formidablemente, pero ningún maquillaje y peinado puede esconder las sombras en sus ojos con respecto al asesinato sin resolver de mi padre.


Le beso su frente en saludo. 


—Siento que esto te esté haciendo preocupar. No lo hagas —le digo.


Me sonríe ligeramente y acaricia mi mandíbula. 


Pedro.


Sólo una palabra, pero combinada con la mirada en sus ojos, me recuerdan silenciosamente que mi padre fue uno de los cinco Presidentes en ejercicio que fueron asesinados, todos por disparos. Lincoln, Garfield, McKinley, JFK, y Alfonso.


Tomo asiento en la sala de estar y ella hace señas a María, su cocinera, para traernos el café.


—Almorcé con los demócratas —dice el abuelo mientras bebe a sorbos su café—. Quieren que te unas a las primarias; están seguros de que ganarás el boleto.


—Ya les he dicho que estoy corriendo independientemente.


Pedro, tu padre…


—No soy mi padre. Aunque planeo continuar con su legado. —Miro a mi madre, que parece estar luchando con una mezcla de orgullo y preocupación.


—¿Por qué no consideras al menos a los demócratas? —Insiste el abuelo.


—Porque… —me inclino hacia adelante, mirándolo directo a los ojos—, fallaron en protegerlo. Por lo que a mí respecta, estoy mejor solo. —Lo miro fijamente. No es un hombre fácil, pero puedo ser tan difícil como él. —Mi padre me dijo que nunca confíe en mi propia sombra. 
He mantenido a la gente a raya, pero ahora elijo a quién dejo entrar. Y fuera. Fuera esta mi competencia. Estoy dejando entrar a mi país. Merecen algo mejor de lo que han conseguido últimamente. Voy a allanar el camino para que mejore.


—¡Joder, Pedro, de verdad! —Vocifera el abuelo.


Su temperamento es formidable, y mi madre rápidamente interviene con su habitual encanto calmante.


—Patricio, aprecio que expreses tus opiniones a Pedro, pero no estoy contenta con él ni siquiera postulando. Pedro—se vuelve y me mira suplicante—, le dimos a este país todo lo que teníamos; les dimos a tu padre. Ya no le debemos nada a nadie.


—No todo lo que teníamos. Todavía está Pedro —dice el Abuelo—. Esto es lo que quería Lucio.


Mantengo mi atención en mi madre. Sé que ésta es su peor pesadilla. Ella no quiere que postule. 


—Estoy terminando lo que Padre comenzó, este es nuestro legado. ¿Bien? —Asiento con firmeza, pidiendo silenciosamente su comprensión.


Ella no ha superado lo que le pasó a mi padre.


Sacude la cabeza con su firme obstinación. 


—Todavía eres tan joven, Pedro, sólo tienes treinta y cinco años.


—Sí, bueno, mis treinta y cinco años cuentan como doble. —Sonrío irónicamente y me inclino hacia atrás en mi asiento, mirando a mi abuelo—. Estaba más cerca de mi padre que el vicepresidente por un periodo y medio. Estoy haciendo esto, y cuando llegue a la cima, mi gabinete será nombrado por méritos, no por favores políticos que debamos.


—Maldita sea, chico, tienes una voluntad propia, pero necesitas mirar el panorama general aquí. Los recursos de los partidos no pueden ser negados.


—No los estoy negando. Simplemente confío en que tengo recursos propios para combatirlos.


El abuelo suspira. Se pone de pie y abrocha su chaqueta, luego besa a mi madre en la mejilla. 


—Gracias, Eleanora —Me mira cuando yo llego a su altura completa también—. Estás haciendo enemigos poderosos, Pedro.


—Seré aún más poderoso.


Se ríe y sacude su cabeza con incredulidad, luego me da una palmadita en la espalda y dice—: te apoyaré entonces. —Poco entusiasta y gruñón, se va, y mi madre suspira.


Lo miro fijamente. Sus palabras golpearon un blanco, aunque no al objetivo que mi abuelo había apuntado.


Todo este esfuerzo, el sueño que estoy persiguiendo... He estado decidido a hacerlo solo. Vi lo que el abandono de mi padre le hizo a mi madre. Experimenté de primera mano lo que me hizo. No querría desearlo en alguien que me importaba.


Pero una planificadora pelirroja, de ojos azules, con un corazón bondadoso y verdadero amor por su país, sigue golpeando mi cabeza. Por primera vez, me pregunto cómo sería llegar a la cumbre a la que aspiro con alguien a mi lado.


Pedro —Mi madre presiona sus labios juntos mientras libra una batalla interior, la batalla de la madre entre apoyar a su hijo y protegerlo—. Quieres usar la Casa Blanca para cambiar el mundo, y te apoyaré. —Camina hacia mí y me tira a sus brazos para hablar en mi oído—. Pero te cambia a ti antes de que puedas cambiar un centímetro de ella —dice tristemente, besando mi mejilla.


Arrastro mi mano sobre mi cara en frustración mientras la miro subir las escaleras. Es una mujer fuerte, pero incluso la fuerza se rompe. 


Cuando Padre ganó, pasó de ciudadana privada a pública y lo manejó con gracia y estilo.


El país nunca vio su sufrimiento silencioso mientras lentamente perdía a mi padre por su trabajo, y luego por dos balas, una a su estómago y otra a su corazón.


Sí, la Casa Blanca nos cambió a todos.


Pero lo que sucede en la Casa Blanca se refleja en toda la nación, y estoy decidido a cambiar las cosas para mejor.


Todavía tengo un día ocupado por delante cuando salgo y subo a bordo del Lincoln negro que Wilson ha estacionado junto a la puerta principal.


Viajo en silencio hacia mi primer discurso del día. En mi mente, Paula jadea mientras deslizo mis labios sobre su mejilla y hacia los suyos. 


Está conteniendo su aliento mientras presiono suavemente, probándola, casi perdiendo el control cuando me doy cuenta de que lo quiere.


Lo quiere tanto como yo.


Aparto el pensamiento a un lado cuando el coche se detiene, y salgo hacia la multitud.


—¡Pedro! —Oigo que mi nombre me rodea, y comienzo a estrechar la mano a ambos lados de la gente que me rodea, tanto como sea posible en mi camino hacia el edificio principal, agradeciéndoles por venir.




CAPITULO 19





Llamé al Children's National y le dije a Carlisle sobre la visita de Pedro para que pudiera alertar al coordinador de prensa y a todos los que necesitaban participar.


—Vienes conmigo —dice Pedro antes de marcharse.


—¿Yo?


—Fue idea tuya.


Gimo interiormente. Pasar más tiempo con Pedro es lo último que necesito ahora mismo. Pero me encanta verlo en acción, así que me apresuro a meterme en mi suéter y seguirlo fuera. Cuando llegamos al hospital, hay una pequeña multitud, agitando pancartas y cantando.


—¡Pedro! —Uno de los miembros más jóvenes de la muchedumbre femenina jadea su nombre.


—¡Pedro Alfonso! —Su amiga grita, más fuerte, poniendo sus manos alrededor de su boca para que su voz continúe.


Les da las gracias, luego espera a que vaya con Wilson. El pequeño Pedro lleva una camiseta de los Redskins, una gorra a juego, y una IV.


La forma en que sus ojos se iluminan cuando su héroe entra en la habitación hace que mi pecho se apriete. Me aparto y trato de reagruparme cuando escucho la voz de Pedro.


—Oí que había un tigre en el edificio. Tuve que venir a ver.


—¡¿Dónde?! —Pregunta el muchacho emocionado.


—Estoy mirando directamente a él.


Cuando me doy la vuelta, Pedro esta tirando de la gorra del chico, sonriéndole.


El chico sonríe. 


—Guau. Usted vino.


Pedro levanta una silla para sentarse a su lado en la cama. 


—Paula, la señora que ves por la puerta, parece ser un gran admirador tuyo como tú de mí.


—Guao —dice.


Pronto obtienen una multitud. El pequeño Pedro le dice a Pedro que quiere ser futbolista cuando crezca. Los padres se acercan a mí y empiezan a decirme lo agradecidos que están mientras Pedro y el pequeño Pedro charlan.


—Si ganas, me invitarás a la Casa Blanca —dice el pequeño Pedro.


—No, si, cuando... vienes a la Casa Blanca —promete Pedro.


Juega al ajedrez con el niño postrado a la cama. Las enfermeras empiezan a alinearse en el pasillo, sonriendo y saltando.


No es el hecho de que está haciendo esto, es el hecho de que puedes decir que él esta realmente divirtiéndose lo que me toca. Yo creía en él: Alfonso y todo lo que el nombre representa. Pero ahora mismo si nunca lo hubiera visto y tuviera un pequeño estúpido enamoramiento de él, si él nunca hubiera sido crecido bajo el foco y con la fama de su nombre, es hoy que Pedro—por todos los defectos que los medios intentan exagerar— gana mi voto.
Cuando nos vamos, Wilson nos recoge en la acera.


Pedro está callado.


Yo también.


—Gracias. —Su voz es baja y suena dolorosamente honesto.


—Me pone triste. —Mi propia voz se agrieta, así que dejo de hablar.


Miro por la ventana y trato de reagruparme. 


Parece darse cuenta de que está fuera de su elemento con una mujer casi llorando en el coche. 


—Vamos a buscarte algo de comida.


—No.


Frunce el ceño, luego sus ojos brillan en confusión y diversión. 


—Eres demasiado cálida para la política, Paula. Tenemos que endurecerte.


—Llévame la espada peleando, pero no comiendo. No tengo hambre ahora.


Suspiro y le doy una mirada de soslayo. 


—Es tu culpa.


—¿Perdón?


—No estaría en la política si no te hubieras lanzado.


—¿Dice la dama que se ofreció a ayudarme cuando tenía qué? ¿Siete?.


Arqueo las cejas. 


—Once. —Levanté mi barbilla—. Todavía puedo votar por Gordon.


—Dios no. No —dice enfáticamente. 


Se ríe y corre la mano frustrado por su cabello.


—Bueno, alguien tiene que bajarte los humos. Gordon Thompson tiene mi voto —declaro.


—Me haces daño, Paula —dice.


—Oh, te ves tan herido, jaja.


Parece serio, a excepción de sus ojos, riéndose de mí. 


—Mis heridas son profundas.


—¿Cuán profundas? ¿Así de profundas? —Sostengo mis dedos separados por un pelo. 


Frunce el ceño, luego los lleva a reajustarlos a un centímetro—. Así de profundas.


Debería reírme.


Fue divertido hasta que me tocó.


Ahora es cálido y pegajoso y él me está mirando con una sonrisa congelada y ojos intencionados.


Veo un destello de anhelo en sus ojos, un anhelo tan profundo cuando me siento, verdaderamente profundo, no medido en pequeñas fracciones.


Me río, finalmente, mientras trato de ahogar las sensaciones que me disparan. 


—Guao. —Miro el centímetro—. Un centímetro. Eso es profundo.


Me refiero al espacio entre sus dedos, pero ya no sé de qué estamos hablando.


—Te lo dije. —Él sonríe. Bajó sus manos, y no puedo dejar de notar cuán fuertes y de dedos largos son cuando los deja caer a su lado.


Cada mujer viviente en América probablemente ha tenido fantasías sobre Pedro.


Y lo tengo lo suficientemente cerca como para que mis sentidos se revuelvan.


Permanezco afectada durante todo nuestro viaje.


Mi mente se apresura, preguntándose... Simplemente preguntándose.


Pedro revisa algunos correos electrónicos, su muslo tocando el mío.


No lo aleja.


Me pregunto si quiero moverlo.


No. Estoy sin aire y ardiendo por dentro. Y no quiero hacerlo.


Tengo que recordarme a mí misma que lo que hago aquí es mucho más valioso que un pequeño tonto enamoramiento. Lo que estoy haciendo aquí trasciende más allá de mí... Incluso más allá de Pedro.


No sólo ha sido emocionante la campaña, sino que escuchar acerca de las opiniones y las ideas de Pedro continúa renovando mi esperanza.


No me había dado cuenta de cuánto extrañamos un líder fuerte, un líder inspirador, hasta cada vez que miro al que quiero.


Podía hacer una gran diferencia. Un hombre como él podría hacer una gran diferencia.


Así que viajamos así, en tensión silenciosa, mi mente llena de Pedro y mi cuerpo vacío.


Sus ojos se cruzan con los míos, ardiendo de importancia. 


—Quiero que seas mis ojos y mi corazón, que me mantengas en contacto con la gente real que hay, los que en toda mi vida nunca he conocido.


—Está bien, Pedro —le digo.


Y entonces se inclina hacia arriba, y contengo el aliento y cierro los ojos cuando sus labios rozan mi mejilla, y él me besa allí. Es un beso tan breve como el que él me dio cuando yo tenía once años, pero ahora soy una mujer, y él es todo un hombre, y de repente, inesperadamente, su brazo comienza a venir alrededor de mi cintura y me está volviendo hacia él, presionando. Yo contra su lado.


Algo siguiente, siento su cabeza bajar lentamente hacia mí, su nariz rozando mi mejilla. 


Mi respiración se atrapa en mi garganta, y me siento luchando contra la necesidad de voltear mi cabeza sólo una fracción de pulgada y besarlo en la boca.


Él huele a menta y un poco de café mezclado con su colonia. Inhalo temblorosamente y siento sus labios tocar el punto en mi mejilla donde su nariz acababa de estar. Sus labios son cálidos, suaves, pero firmes.


Su mano agarra mi cadera, sosteniéndome cerca de él, mientras inclina la cabeza y me besa el cuello. Dejo caer mi cabeza hacia atrás, y él se ríe entre dientes, frotando ligeramente su nariz contra mi cuello, acariciándome.


Él usa su mano para girar mi cabeza para enfrentarlo, y cuando miro en sus ojos, siento mi mundo inclinarse en su eje y girar en todas direcciones.


Todo lo demás se ahoga, ya que todos los pensamientos en mi cabeza se centran sólo en él y yo.


Todo lo que estoy pensando es lo que estoy sintiendo. Cuánto me late el corazón. Cómo mi aliento está llegando en intervalos más rápidos. 


Cómo mi piel es cálida y hormiguea; Cómo todo mi cuerpo parece estar conteniendo su aliento en dulce anticipación para que Pedro se mueva otra vez, que me toque otra vez, que me bese otra parte.


Susurro su nombre y él gime. 


—Te sientes increíble.


Él se inclina y me besa la clavícula, pasando su nariz por mi cuello e inhalándome.


—Dios, y tú hueles tan bien… —susurra en voz baja. Su profunda voz ardiendo a través de mí, consumiendo todo en su camino y dejando sólo esta profunda, casi primitiva necesidad de estar lo más cerca posible de este hombre.


Cuando siento que su lengua entre sus labios toca tentativamente la piel de mi cuello, me oigo gemir.


Me sostiene más cerca de él, hasta que casi estoy sentada en su regazo, su cabeza enterrada en mi cuello, besando y acariciando, lamiendo y degustando.


Empiezo a preocuparme, preguntándome dónde estamos y cuándo llegaremos a la sede de la campaña. Sé que nadie nos puede ver, ya que su coche tiene ventanas de color negro y una división que nos separa de su conductor, pero aún así, algo sobre esto se siente oscuro y prohibido.


—Yo…


—Shhh... Solo déjame hacer esto, Paula. Por favor —dice mientras levanta la cabeza de mi cuello y me sostiene la cabeza entre sus manos, sus ojos mirando a los míos y luego bajando a mis labios, y luego volviendo a mis ojos.


Lo siento un poco más cerca de mí, y poco a poco me doy cuenta de que quiere besarme. 


Ahora mismo. En este coche.


Pedro Alfonso, posible futuro Presidente de los Estados Unidos y mi primer enamoramiento, quiere besarme.


Extiendo la mano y sostengo su rostro en mi mano también, sus ojos brillan.


No sé si debo hacer esto o no, pero ahora mismo todo lo que oigo decir es que necesito tocar a este hombre.


Beso su mejilla, mis labios persistiendo.


Lo siento relajarse, pero su agarre en mí se aprieta.


¿Que estamos haciendo?


—Señor, estamos aquí —la voz murmurada del guardaespaldas de Pedro suena a través de la partición.


Creo que escucho maldecir a Pedro bajo su aliento. Me aparto de su regazo para sentarme en mi propio asiento, e inhalo una respiración temblorosa mientras Pedro abre su propia puerta y viene alrededor del coche para abrir la mía.


La mirada que intercambiamos cuando entrelazamos la mirada mientras salgo del coche, no la puedo describir. Está cargada de necesidad, lujuria, anhelo, curiosidad y algo más...


Me obligo a mirar hacia otro lado y caminar hacia el edificio, la sensación de sus labios aún latiendo en mi piel.