martes, 26 de febrero de 2019
CAPITULO 105
—¡LARGA VIDA, Presidente Alfonso!
Tiro de ella a la pista de baile, y quiero devorar a esta chica. Quiero correr mi boca por toda esa dulce cara sonriente, besar sus labios, los que ella ha estado royendo nerviosa todo el día, poco a poco desabrochar los botones de la parte de atrás de su vestido y tener mi camino con ella.
Me siento invencible, como si pudiera hacerlo todo, tener todo.
Y mientras la giro, oigo su risa y entonces escucho su suspiro cuando tiro de ella de vuelta contra mi pecho y sé a ciencia cierta que no quiero nada más.
Solía discutir con mi padre, esos últimos años.
—¿Por qué casarse con una mujer si no le prestas atención?
—Un día te encontrarás con una mujer, Pedro, que tendrás que hacer tuya.
—No soy tan egoísta.
Bueno, Padre, resulta que lo soy. Pero estoy decidido a hacerla feliz. No voy a hacer lo que él hizo.
Una vez finalizada nuestra danza, baila con su padre, y mientras saco a mi madre a la pista de baile, estoy seguro de que está luchando con los mismos pensamientos que yo. Que debería haber estado aquí. Que habría estado tan orgulloso como el padre de Paula
—Estoy encontrando a su asesino —le digo.
—Pedro, no lo hagas. No tiene sentido.
—No es que no tenga sentido —contrarresto.
—Pedro, por favor...
—Oye —la detengo—. Se trata de los Estados Unidos de América. No se mata a un hombre y obtener sus felices para siempre. No aquí.
—Oh, Pedro —dice, triste. Ella mira a Paula—. Disfruta de tu novia. Ella te ama.
—Y yo la amo. Voy a hacer lo correcto con ella.
Frunce los labios, temerosa, preocupada.
—Tú no eres tu padre. Es posible que hayas perseguido el mismo sueño, pero eres todo lo que son nuestros mejores activos, todas nuestras virtudes combinadas.
Me río y beso su mejilla.
—Gracias, mamá.
—¿Puedo tener el próximo baile? —Mi abuelo le pregunta.
Le sonrío y entrego la mano de mi madre.
—Gracias, abuelo.
—Felicidades, muchacho. Ella aporta frescura a la casa. Veo lo que has visto en ella ahora.
Le echo un vistazo y ella está bailando con los niños del Hospital Nacional de Niños. Se
ríe cuando el pequeño Pedro Brems intenta girar alrededor de ella como lo hice, y siento curvar
mis labios en una sonrisa. Sumerjo mis manos en los bolsillos y la miro, nunca he obtenido tanto placer en ver algo en mi vida.
Me hace querer ser el mejor hombre que puedo ser. No hay que muchas personas que hacen eso para ti. También me dan ganas de caer de rodillas y adorar las vividas luces del día que salen de ella.
La veo pisar la cola de su vestido, y luego se excusa en la pista de baile y susurra algo a Stacey, quien la introduce en la casa.
—Nunca pensamos que veríamos el día, Alfonso.
—Oye, es el maldito Presidente ahora.
—Vamos, aún es un Alfonso.
Sólo sonreí.
—Hola —saludo a Lucas y Oliver, mis viejos amigos—. Qué bueno que vinieron.
—Algunos especularon que sería difícil tomar al Popular Hombre Más Sexy seriamente como Presidente. Mírate ahora.
Sonrío con sequedad, mientras ellos se mueven a su mesa, tomo asiento y sorbo de mi vaso cuando uno de los guardias se acerca y una visión en color azul con el pelo rojo cayendo por su espalda sigue. Ella lleva un traje de viaje, falda azul y una chaqueta a juego recortada que acentúa la cintura, su falda deja que observe esas preciosas piernas.
Poco a poco me levanto, la sangre se agrupa de forma instantánea en mi ingle.
Nuestros ojos se encuentran. Sus ojos azules se abren en la felicidad y asombro, vulnerable.
Quiero agarrarla para mí.
—Paula —digo, presentando, agregando—, mis amigos de Harvard, Lucas y Oliver.
—Mucho gusto —les saluda, luego se dirige a otra mesa para abrazar a mi madre y abuelo.
Regresa, tomando un lugar a mi derecha.
Nuestras miradas se encuentran una vez más, cuando establezco mi mano en la parte baja de su espalda y la guío para tomar asiento.
—¿Recuerdas a esa profesora en la Universidad de Harvard, esa pequeña cosa linda que tuvo una reacción tardía cuando entraste al primer día de clases? Ella no vería a Pedro a los ojos sin conseguir estar nerviosa —dice Lucas.
—Pasaste con una A por tu buen aspecto —añade Oliver.
Me recuesto y escucho la conversación parcialmente. Nada que no haya escuchado. Mis
amigos de la universidad se obsesionaron en los días de colegio, como si esos eran los mejores
días de sus vidas. Me parece que me gusta mi vida muy bien, y estoy más interesado en sus reacciones, su risa.
Nunca he visto a esta chica tan feliz. Dios, ella se ve hermosa.
Me muevo, mi ingle está dolorida.
Nada se interpone entre nosotros más. No dejaré que por mis miedos no seamos capaz de ser a la vez un buen comandante en jefe y el hombre que quiere. Estoy seguro que hará todo lo posible para que ambos sobresalgan.
Sólo espero que pueda calmarme lo suficiente esta noche para darle el tiempo que necesita para disfrutar de la boda, antes de que la lleve a Camp David y conseguir un poco de paz y tranquilidad para los dos.
Le doy un vistazo en ese vestido azul sexi como el infierno, que acentúa sus curvas, y sólo aumenta la necesidad que tengo de ver su cuerpo desnudo para reclamar a mi esposa.
Puse mi copa a un lado y mi mirada se inmoviliza.
—Discúlpanos, tenemos algunos jefes de estado que hay que buscar.
—Mucho gusto. —Ella se ríe mientras se despide, y se agarra de mi manga—. Pedro, espera. Creo que los niños están esperando a que termine de bailar con ellos.
Soy detenido por el Presidente de México mientras ella va a decir adiós a los niños.
—Hermosa, La Primera Dama —dice el Presidente en español y luego en inglés—. Felicitaciones.
—Gracias por venir y compartir la dicha. —Sonrío y comienzo a discutir el tratado de muchos años entre nuestros países cuando la veo acercarse al grupo. El pequeño Pedro Brems da un paso al frente con la mano extendida y apuntando de nuevo a la pista de baile.
Ella acepta. Sumerjo mis manos en los bolsillos mientras lo lleva a la pista de baile, con el pelo cayendo sobre su espalda, y las cámaras están parpadeando como locas. Cuando termina el baile, ella baja la cabeza y luego extrae algo de cerca. Se arrodilla ante el niño y le da el regalo, y el niño simplemente se queda mirándolo, luego a ella en completa duda, y ella me mira con una sonrisa.
Sonrío a cambio, sabiendo lo que es. Entonces destella una imagen de una versión más joven de mí, con ella de rodillas delante de él… nuestro hijo. Aprieto mis manos, una feroz necesidad de pegarme.
Lo sacudo, sonriendo a ella, y sigo hablando con el Presidente de México, diciéndome a mí mismo ahora que no es el momento. Pero pensando en los próximos años, no sé cuándo será.
—Le di al pequeño Pedro la fotografía de su visita a la Casa Blanca, la que está contigo que pedí que firmaras —dice Paula, de vuelta a mi lado.
—Lo sé.
—Por suerte.
—Eres preciosa. Estoy deseando llevarte fuera de aquí.
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