lunes, 18 de febrero de 2019

CAPITULO 81




Terminamos de ducharnos, por separado. No creo que ninguno de los dos pudiera soportar el calor de una ducha conjunta, pero todavía estaba tan excitada frotando la esponja vegetal sobre mi piel, pensando en Pedro esperando fuera de la habitación.


Me vestí mientras se duchaba, poniéndome un largo vestido de tafetán de seda azul con capas sobre la falda, y trato de no babear demasiado cuando Pedro sale secándose, completamente desnudo, dándome una vista de todo lo que adoro y quiero y lo perdí cuando se vistió.


La cena de estado es un asunto suntuoso. Los franceses influyentes gravitan hacia Pedro. Él está en la habitación y esa gracia sin esfuerzo hace que parezca como si no hubiera nadie más, como si nunca lo estuvo, y nunca lo estará.


Hay un encanto natural en él; y las mujeres, especialmente, no parecen perderse.


Tengo mis propios admiradores e intento no ser celosa, especialmente porque Pedro sigue mirando en mi dirección, y no puedo evitar robarle miradas encubiertas.


Después de que todos los invitados salen, nos quedamos charlando durante las bebidas después de la cena con el presidente francés y la primera dama.


—Ustedes dos. —Se dirige hacia Pedro y hacia mí, luego presiona sus dedos en sus ojos—. Los ojos no mienten, ¿eh? Ustedes son invitados aquí; mi esposa y yo esperamos que se sientan cómodos en una habitación en vez de en dos, de hecho, creo que todas las otras habitaciones en el Palacio del Elíseo fueron tomadas, ¿no es así, querida?


La risa de Pedro es baja y muy masculina.


Y muy, muy sexy.


—Lo que sucede en París se queda en París —agrega el presidente francés con un guiño.


—No me molesta la oportunidad de pasar un tiempo a solas con mi primera dama —admite Pedro. Se desplaza hacia delante y me mira desafiante.


—Oportunidades como éstas son raras, ¿eh? —El presidente francés se ríe y levanta su copa—. Al presidente Alfonso y su encantadora primera dama.


Pedro levanta su copa y me mira, y aprieto mis muslos juntos y tomo un sorbo. Sólo después de eso arqueo una ceja.


La esposa del presidente francés me sonríe y sorbo de la copa de vino.


Finalmente, después del día más largo de la historia, nos dirigimos a nuestra habitación.


Cerramos la puerta, y los alrededores son tan extraños, me siento un poco nostálgica, pero mi hogar está delante de mí, más de un metro ochenta de altura y viril, y estoy hundida en esos conocidos ojos oscuros, y esa media sonrisa mientras me observa quitar los zapatos.


Ni siquiera sé qué hacer con mis manos mientras Pedro tira sus gemelos abiertos y
los deja a un lado, sus ojos nunca dejan los míos.


Algo acerca de esta soledad, de tenerlo todo para mí, en esta ciudad, se siente como
otro momento robado. Como si estuviera tomando algo que no me pertenece, pero quiero
mucho.


—Ven acá.


Me estremezco ante su brusco susurro. Sé que percibe mi nostalgia, mi anhelo. Mi nostalgia por él. Mi hogar. Y cuando abre los brazos, yo voy. Me presiono a su lado y entierro mi rostro en su cuello y lo dejo envolverme. Dios, lo he querido tanto.


—Ven aquí —dice de nuevo, como si me necesitara más cerca todavía.


Me arrastra hacia la cama y desliza el brazo por debajo de la abertura de la parte trasera de mi vestido, llevándome hacia él, sus manos extendidas sobre mi espalda desnuda, todo mi cuerpo presionado contra el suyo en el abrazo más protector que he sentido en mi vida, es una pared de músculo, carne y calor, y me entierro aún más en ella, lo más cerca posible físicamente.


Pedro también se aprieta.


Estoy abrumada y temblando. Su olor está a mi alrededor. Sus manos en mi espalda. El peso de sus ojos en mí. La mano de Pedro coloca mi pelo hacia atrás, mientras trata de mirarme en la cara a pesar de que estoy tratando de esconderla porque este impulso de llorar tiene que ser a causa del cambio de hora. No puedo romperme sin razón. Pero entierro la cara en su cuello y aprieto la tela de su camisa abierta, tratando de agarrarme, dejando que los movimientos tranquilizadores de sus manos masajeen a lo largo de mi espalda, me reconfortan.


—Todavía te quiero.


—Lo sé. —Su voz es baja y gruesa y texturizada con emoción.


—Todavía te quiero como nada en mi vida.


—Lo sé. Ven aquí. —Me arrastra sobre él, sosteniéndome por la parte de atrás de mi cabeza mientras desliza su lengua dentro de mi boca y me besa, me besa, me besa y me besa.


Enmarca mi rostro en sus manos y su mirada está fija en la mía.


—Te amo. Mucho, Paula. Tanto que no podía dejarte ir. Tanto que no te dejaré ir. He estado en el infierno sin ti. Estás en mí en cada pensamiento que tengo despierto y en mis malditos sueños. Lucharé por merecerte, para mantenerte a mi lado. Nunca volveré a cometer ese error, de pensar que no puedo mantenerte. Lo haré. Siempre te mantendré. ¿Me entiendes? —Presiona un beso en mi oído y murmura ferozmente, tirándome hacia atrás y mirándome profundamente a los ojos mientras enmarca mi cara en sus manos—. ¿Me oyes, nena?


Lo observo.


—No escuché la primera parte.


Una sonrisa crece lentamente y de repente se convierte en risas, luego se vuelve serio. Me pone sobre mi espalda, sus músculos ondulan cuando sube en sus brazos. Me mira fijo, intensamente, su voz es muy baja cuando acaricia con su pulgar hacia mi mandíbula, sus ojos en los míos.


—Te quiero, hermosa.


—¿Cuánto? ¿Cómo esto? —Muevo mi dedo índice y el pulgar tan lejos como puedo. Pedro sacude la cabeza.


—¿No? —Pregunto, decepcionada.


—Inmensurablemente, cariño. Te quiero inmensamente.


Sostiene mi cara en sus manos y me besa suavemente, me besa con la ternura inconmensurable, el calor inconmensurable. Amor inmensurable.




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